Una edificación con 55 años de existencia en medio de un
desierto cuenta la historia de la región de Chihuahua. En un pedazo de suelo
árido se construyó un retazo de la vida de los pobladores norteños.
Lo que en un pasado fue un
mar, hoy es un lugar de esparcimiento construido por nativos que comparten
objetos que alguna vez adornaron el espacio de sus casas, y que en la
actualidad permite que tres mil visitantes por mes lo admiren.
La joya histórica es un
edificio ubicado en el ejido de San Agustín; siguiendo la línea divisoria, el recorrido desde
Ciudad Juárez hasta el museo es de aproximadamente 40 minutos, y se toma la carretera Juárez
Porvenir hasta llegar al kilómetro 29.
Desde las nueve de la mañana, cuando ya nació el sol, el Museo Regional del Valle de Juárez abre sus puertas
y llama la atención a los poblados aledaños como los amaneceres rojos y
amarillos de la ciudad, del mismo color del frente de las cinco salas
que albergan cultura, historia, y esparcimiento.
El olor a tierra de
sembradío, los ruidos de los vehículos, y la gente hacen cálido el viaje hacia
un pequeño poblado que levantó de la tierra desértica fósiles, y algunas piezas
que sobresalían de la arena, y, que jamás imaginaron, serían la fuerza para el
maestro Manuel Robles Flores, quien en 1982 decidió edificar el museo en este
poblado.
“Si me dicen que por qué
aquí y no en Juárez, alguna vez me lo dijo un erudito, ¿por qué no hiciste el
museo? no, le dije, es que ahí hay muchos museos ¿para qué iban a querer otro museo? (…) ¿por qué las comunidades rurales no van a tener acceso a este tipo de estos
espacios culturales, nada más en la ciudad? ¡claro que no verdad!”
Al llegar al museo se aprecia, en la parte frontal del lado derecho del kilómetro 29, una cruz armada
de varilla y pintada de color rosa que simboliza la impunidad por las mujeres y
hombres desaparecidos en esta frontera.
Un barandal rodea el museo,
y a unos metros antes de las puertas anchas y viejas de madera de la entrada
principal está una fuente que se mueve al ritmo de la velocidad del viento.En un mostrador ubicado junto a la entrada se venden postales, que sirven como apoyo económico para financiar
las actividades del museo. "Desgraciadamente no tenemos el dinero, el único apoyo
que recibimos es del municipio, ni del estatal ni del federal, como si no
existiéramos.”, dice Robles.
A la mitad de la primera
sala hay un comedor grande de madera rústica con 8 sillas. Desde ahí, el
profesor observa a los visitantes y les da la bienvenida, y después deja muy
claras las reglas para los que visitan este museo.
Atrás del comedor se aprecian fotos enmarcadas de niños de
distintas épocas que, pegadas a la pared, testifican el tiempo que el museo ha
brindado sus servicios. En el lado derecho de otra pared cuelgan fotos de
personajes importantes de la historia mexicana como Francisco Villa y Frida
Kahlo.
En una repisa deteriorada
hay flores del desierto de Samalayuca, pintadas de color cobrizo que los
artesanos de ese lugar donaron al museo.
Hacía el fondo de la otra sala, un carro de aproximadamente 1900 reluce su color
negro que contrasta con la pared blanca hecha de adobe y con una ventana en el
centro que simula una vista hacia el exterior.
En esa misma sala, más fotos
y objetos de la Revolución se muestran; algunos de estos son periódicos que relatan la muerte de Pancho
Villa y que están encima de una prensa de periódico que, según el profesor, Manuel Robles Flores se especula que la utilizó
Ricardo Flores Magón. Los molinos en el piso y las fotos de esa época
revolucionaria advierten qué tan dura fue la vida de la bola.
Una hora no es suficiente para recorrer el
museo. A las 10 de la mañana tan sólo se puede apreciar un poco de los recuerdos en
esas habitaciones.
Verónica Domínguez Ogaz
22 de febrero de 2014
Ciudad Juárez